Jáuregui y Elena Valenciano |
La reforma federal de la Constitución que viene proponiendo el Partido Socialista es como una botella de contenido misterioso. Lleva una llamativa etiqueta, pero no informa de sus ingredientes. Por ello habrá que agradecer a Ramón Jáuregui la cortesía de exponer en público cuáles son algunos de los componentes del brebaje, que no es cualquier cosa según lo presentan, sino el elixir curalotodo, nada menos. Tales milagros laicos predican de él los socialistas que hasta es bálsamo de Fierabrás para las llagas que exhiben, siempre entre grandes lamentos, los nacionalistas catalanes. Unos partidos que los socialistas tienen la funesta tendencia de identificar con Cataluña.
Sólo desde la identificación entre el nacionalismo y Cataluña puede entenderse la propuesta que verbalizaba Jáuregui, en una entrevista con el diario El País, sobre la inmersión lingüística. El veterano socialista hablaba de la necesidad de esculpir en el mármol de la Constitución "la singularidad de Cataluña". Puesto en el brete de concretar en qué consiste la singularidad, cosa muy etérea, descendió a poner un ejemplo: la política
lingüística. Propuso constitucionalizar la inmersión lingüística para que ese sistema no pueda ser "cuestionado por el Gobierno central".
Bien. Ya sabemos un poquito más del contenido de la botella federal. Uno de sus ingredientes mágicos es blindar la inmersión, es decir, la exclusión del español de la enseñanza y la vida pública catalanas, para que nadie, ni siquiera una futura Generalidad no nacionalista, pueda cambiarla por un sistema bilingüe. Por un sistema, en fin, como el que es habitual en regiones bilingües del resto de Europa. Pues ya no bastaría con modificar una ley ordinaria ni tampoco el estatuto de autonomía, sino que habría que iniciar una reforma de la Carta Magna. Ahí es nada.
Si la inmersión, que es la imposición del monolingüismo, es sagrada, hay que preguntarle a Jáuregui qué sucede con los catalanes que hablan y escriben y rotulan sus comercios en español. A ellos, la posición socialista los condena a ser ciudadanos sin lengua reconocida en la vida pública. A ser lingüísticamente ciudadanos de segunda, como ahora, pero ya sin posibilidad alguna de recurrir a la Constitución. Todo lo cual nos lleva de cabeza a un sótano maloliente. Porque lo que subyace es que los socialistas, igual que los nacionalistas, creen que el catalán que habla español no es catalán realmente.
Tan profunda ha sido la inmersión del PSOE en la ciénaga del nacionalismoque es muy probable que sea inconsciente del grado de contagio. No sólo ha hecho suya la pulsión uniformizadora, tan visible en lo lingüístico. Ha acabado por asumir que el nacionalismo no es una ideología como cualquier otra, sino que está inscrito en el ADN de la gente al nacer. Salvo, claro está, que nazca en esos lugares de España comunes y corrientes que carecen de "singularidad".