¿Es la casa de tócame Roque? ¿El rosario de la aurora? ¿O una olla de grillos? No. Son las próximas elecciones catalanas. Una mezcla de fiesta mayor y de verbena popular, en la que no faltan el ritual litúrgico y los tiovivos, en el doble sentido de la palabra. Pero siendo decisivas, son las que menos entusiasmo despiertan. Ojeen la prensa barcelonesa —que está ofreciendo una excelente cobertura de las mismas— y encontrarán un tono más de velatorio que de bautizo: desesperanza, escepticismo, indiferencia. Un comentarista lo define así: «Tres días de campaña hubieran bastado y todos firmarían para que no fueran cuatro.» Hasta han tenido que aplazar el Barça-Madrid para que no les resten protagonismo.
¿Por qué? Pues porque todo está dicho y nada se ha cumplido. No es que los candidatos prometan lo que no van a cumplir, es que prometen lo contrario que practican.
Montilla alerta contra «los riesgos de nacionalismo» después de haber pactado con los nacionalistas más furibundos.
Mas no incluye en su programa la independencia, pero asegura que en un referéndum votaría por ella.
Puigcercos hace campaña contra «la política que se hace en Cataluña», habiéndola hecho él últimamente.
Herrera se presenta como la izquierda verdadera cuando la izquierda está incluso peor vista que la derecha.
Sánchez Camacho se presenta como el valladar frente a Mas, cuando está condenada a entenderse con él.
Albert Rivera presume de cintura para arriba de derechas y de cintura para debajo de izquierdas.
Laporta denuncia el «expolio fiscal» con una denuncia por su gestión en el Barça.
De la crisis, del paro, del cierre de empresas, de lo que de verdad interesa a los catalanes, ni palabra.
Su clase política sigue en la burbuja autista de las última décadas: la identidad, la «nació», el «hecho diferencial», sin darse cuenta de que ese tiempo ha pasado. Lo envió al desván de la historia, no la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el estatut, sino la gran crisis económica, donde las prioridades son otras: la competitividad, la preparación, la interacción con propios y extraños.
Los catalanes han perdido treinta años en una batalla del ayer, y sólo ahora se dan cuenta de que tras haber sido la comunidad más abierta, más emprendedora, más culta, más moderna y activa de España, van quedándose atrás respecto a los que han aprovechado este periodo de expansión para crecer y modernizarse.
Eso es lo que trae la apatía, la desilusión y el abatimiento entre el electorado. Los catalanes empiezan a percibir que Cataluña está desfasada respecto no ya del resto de España, sino del mundo. Retroceden en vez de avanzar, como venía ocurriendo. La culpa: una clase política peor incluso que la española, lo que ya es decir, y no les pongo ejemplos pues están a la vista.
ABC