Día 11/09/2010
EN los años setenta, el movimiento de la nova cançó anatematizó a Joan Manuel Serrat como culpable de cantar en castellano. Tras el numerito eurovisivo del «La, la, la» el Noi de Poble Sec había decidido abrirse horizontes más amplios que le acabarían convirtiendo en el trovador de varias generaciones de españoles y en el padre putativo, reconocido o no, de la mayoría de los cantautores, pero aunque no dejó de cantar y componer en catalán sufrió el rechazo de sus compañeros más puristas, encerrados voluntariamente en el ámbito de la reivindicación lingüística. Ese ensimismamiento privó a algunos grandes artistas —Raimon, Llach, María del Mar Bonet— de la repercusión que merecían, pero en todo caso se trató de una opción respetable porque conllevaba costes objetivos y entonces aún no existía una Generalitat que derramase subvenciones y repartiese certificados de buena conducta catalanista.
Esa misma Generalitat que hoy ejerce de omnímodo poder territorial, y en la que ni el más orate se atrevería a cuestionar la catalanidad de Serrat, acaba de enviar a las tinieblas del exilio idiomático a los mejores escritores de Cataluña, reos de expresarse en castellano, asimilados a los creadores extranjeros en un portal cultural con vocación de limpieza étnica. El Gobierno autonómico presidido por un socialista cordobés que habla un catalán ortopédico ha expulsado del paraíso nacional a las principales glorias de su literatura, la mayoría de las cuales —Vázquez Montalbán, Marsé, Mendoza, Ruiz Zafón, Matute, Ledesma— profesa o profesaba un inequívoco credo político de izquierdas que no ha sido óbice para su exclusión de esa lista oficial de autores autóctonos, un verdadero índice inquisitorial del nacionalismo impostado y sobrevenido que caracteriza el montillato. El gesto es tan mezquino que sólo descalifica a sus responsables mientras los proscritos gozan de la justa aclamación de la crítica y/o el público, pero revela un acomplejado concepto de cerrazón intelectual que define con precisa claridad el grado de cicatería moral al que ha llegado un cierto delirio político.
Desde la Presidencia de Maragall, que con la complicidad de Zapatero decidió jugar al soberanismo pijo con los votos de la Cataluña inmigrante y se alió con los talibanes independentistas, el socialismo catalán se ha lanzado por una pendiente autodestructiva que ha tratado de conservar el poder mediante una prolongada impostura identitaria. El resultado de ese proceso artificial se va a ver en las próximas elecciones de noviembre, donde se prevé una barrida del montillismoa manos de un nacionalismo auténtico que puede ser tan excluyente o más que su remedo charnego pero en el que al menos no rechinan las actitudes de los conversos. Entre la realidad y su copia, lo lógico es que la gente se quede con el original por muchas deportaciones simbólicas con que los imitadores pretendan revestir su presunta impureza.