martes, 20 de julio de 2010

300 euros, por Rafael Vargas


Trescientos euros dice a Diario de Ibiza el conseller de sanidad Vicenç Thomàs que costará un aborto a la sanidad pública. 110.000 abortos dan la cifra redonda de 33.000.000 de euros: no sale gratis eliminar las consecuencias de la conducta sexual libremente aceptada de una mujer.
La gratuidad del aborto es un slogan de los publicistas de la nueva ley.
Mucho cuida Obama de asegurar que ni un dólar público se desviará para hacer abortos en USA, mientras su fan Zapatero impone los costes del aborto a todos los contribuyentes.

Aseguraron querer un aborto raro y cada día lo consiguen más abundante con las sucesivas medidas que imponen para enrarecerlo: los números son incontrovertibles, pero parecen no percatarse de la contradicción de anunciar un efecto y obtener el contrario.
Imponen restricciones a la objeción de conciencia: el aborto libre no lo es para los que no quieren colaborar. Podrá objetar al aborto quien ellos determinen: despreciar la libertad de pensamiento y de conciencia de los que piensan diferente forma parte de la tradición progresista de prohibir las cuestiones.

En la patética Bulgaria del paraíso comunista me dieron un impreso en la frontera que especificaba sin sentido del ridículo: «el Estado lo ha pensado todo por usted». La orden era llamar a la policía ante cualquier eventualidad. En esa situación se sienten cómodos, sin disidencia. El padre no existe en la ley ni puede pensar sobre el embarazo que ha provocado: la mujer dispone sobre el feto en exclusiva.

La ley se pasa por el forro la autonomía universitaria instando a introducir en los planes de estudios la enseñanza de las prácticas abortivas. La ley se asegura más intromisión de la administración pública en aspectos de la vida privada del individuo, el pluralismo y la libertad ideológica y religiosa. Impone en las escuelas una educación sexual al gusto de la ideología de género, al margen del derecho de los padres a la educación de sus hijos. Define, sin rubor, qué debemos entender por salud, salud sexual y salud reproductiva. El Estado piensa por usted. Hay que agradecerles su claridad en definir el concepto de ciudadanos de tercera que les merecen los que no siguen su ideología: pagarán con sus impuestos lo que consideran una transgresión moral inadmisible.
Sin permiso de la progresía, discutimos cuándo empieza la vida humana, si el feto sufre dolor, las consecuencias psíquicas para la mujer que aborta; pero el aborto es ante todo una cuestión moral: decidir si sigue vivo un ser humano en su etapa más débil.

Tucídides relata la respuesta de la flota ateniense  a los habitantes de Melos asediados, el 416 a. d c.: «Sabéis tan bien como nosotros que el derecho, tal como funciona el mundo, es solo una cuestión entre iguales en poder, que el poderoso hace lo que puede y el débil sufre lo que debe».
Los derechos humanos eran ajenos al paganismo. La cuestión moral de defensa del débil tiene raíces históricas innegablemente cristianas: nada de eso en Atenas o la Roma pagana que exponía al recién nacido.
Nietzsche conocía la historia y tuvo honestidad para reconocer la crisis cultural que la difuminación del cristianismo traía consigo y para odiar al cristianismo por lo que realmente representa: la ética de compasión por el débil, el marginado, el esclavo, el inválido, el enfermo, el feto. La ética que sustituyó al paganismo la prohíben ahora legisladores del cambalache de altura descriptible. La Iglesia se queda sola en la defensa del no nacido en la sociedad paganizada y no tardará en estar sola en defensa del anciano declarado inútil.