domingo, 16 de febrero de 2014

De Capellá a Capellà, por Joan Font Rosselló

Joan Font Rosselló. 
El documento audiovisual (pueden verlo en www.jaumetercer.com) no puede ser más demoledor. El conocido actor Manuel Barceló acusa al escritor y columnista de Última Hora, Llorenç Capellà, de negarle los derechos de autor de la obra “Es marquès de sa Rabassa” (1952) escrita por su padre, Pere Capellà, más conocido por Mingo Revulgo. Y lo hace una semana antes de ser representada en el Teatro Principal de Palma. El motivo, estar escrita en mallorquín.
La imagen, transida de autoodio y de lo que en términos freudianos podría calificarse como la “muerte del padre”, es poliédrica. Por una parte suscita un sinfín de recuerdos entrañables. Por otra, es la imagen cruel y descarnada de lo mucho que ha cambiado el mundo de la Cultura en apenas cincuenta años. Mingo Revulgo, a pesar de su pasado republicano, se convirtió en un autor celebradísimo en Mallorca. Precursor de lo que pasaría luego en llamarse “teatro regional” –escrito y representado en mallorquín–, capitaneado por la compañía Artis del todavía hoy celebrado Xesc Forteza, Revulgo fue copartícipe del éxito popular de este tipo de teatro, un éxito atronador que no ha tenido parangón con
el desierto que ha venido después. Un desierto, el actual, debido no a la cantidad de obras representadas, sino al persistente divorcio entre público y autor.
Me acuerdo todavía de finales de los ochenta, cuando “sa comèdia d’en Xesc Forteza” (antes de elevarse como noble arte digno de ser subvencionado, al teatro lo llamábamos llanamente “fer comèdia”) era un acontecimiento inexcusable en cualquier fiesta patronal que se preciara. El público abarrotaba aquellos remedos de teatro de nuestros pueblos, aquellas salas calurosas sin aire acondicionado en pleno verano y se lo pasaba en grande. Nunca he vuelto a ver aquella química, aquel matrimonio bien avenido entre autor y público, que hacía de Forteza un genio de la interpretación. Nunca. Su talento natural y el saber pulsar la tecla que causaba la hilaridad entre nosotros. Nadie entendió el “humor mallorquín” como ellos. Nunca necesitaron una subvención para ganarse la vida como guionistas y comediantes.
A parte de algún eco lejano de las “Diabéticas Aceleradas”, el teatro regional murió con Xesc Forteza. Tal vez el mejor responso habría sido darle continuidad. Tampoco le dieron continuidad las nuevas compañías, que debieron verle como un rival sin albacea, tan poco sofisticado, tan políticamente incorrecto, tan “vulgarote” como era, con aquel mallorquín tan poco normalizado.
La “democratización” cultural, nacida al calor de los nuevos departamentos, consejerías y concejalías de cultura, trajo consigo otra mesnada de figurantes. Los nuevos autores y actores, llamados a sí mismos “creadores culturales”, se creían tocados por el dedo divino y merecedores por tanto del favor de las administraciones. La Cultura, y el teatro naturalmente, se había convertido en un “derecho”, cumplían un fin social y como tal las admininistraciones debían sufragar su fracaso de público. Se subvencionaba todo, desde la obra misma –a través de premios– hasta las entradas, a ver si a alguien le apetecía acercarse a los lustrosos y costosísimos teatros municipales que nuestros alcaldes, rebosantes de fervor teatral, habían levantado en la Part Forana. El teatro es como el cine. Sin público, por muchas salas, muy buena acústica, circuitos y promoción que tengan, no hay teatro, tampoco cine. Sólo vividores que aspiran a seguir conectados a la vía respiratoria de la subvención. Nadie se ha preguntado todavía por los motivos de este divorcio entre el público y este círculo de iniciados que monopolizan las cumbres teatrales. Tal vez, el teatro, ahogado en el esnobismo, la moralina progre y el compromiso político –desde la temática hasta el uso de un catalán estándar con el que pocos se identifican–, se ha olvidado de la frescura, de la espontaneidad, de la naturalidad, de la jovialidad de antaño. La funcionarización del teatro, consecuencia inexorable de esta retórica “democratización” de la cultura que suele ocultar el deseo de vivir a costa de nuestros impuestos, sólo ha traído bostezos de aburrimiento. La popularización de la cultura que se buscaba, vía derecho y dinero público, la ha conducido a que fuera menos popular que nunca. Llevo años repitiéndolo. Una mejora de los recursos y de los medios, no digamos ya en un ámbito tan complejo como el cultural, no lleva inexorablemente a los fines deseados. La cultura nace del pueblo y no puede imponerse por decreto. Una revolución de los gustos culturales, dirigida desde arriba, que vaya contra la voluntad de los ciudadanos sólo conduce a la mediocridad de unos y al bostezo de otros. La famosa frase de Courrier no ha perdido vigencia: “Lo que el Estado anima se marchita, y lo que él protege, muere”.
El contraste entre Pere Capellà y su hijo es la distancia que existe entre un autor de verdad y un tecnócrata de la cultura. Es la distancia intergeneracional que se ha abierto en aquellas sagas familiares tocadas por el halo de los libros y las bibliotecas, la que se da también entre Francesc de Borja Moll y sus hijos –bosquejado a la perfección por Xavier Pericay en el artículo “De Moll a Moll”–, la misma que observamos entre la primera OCB formada de poetas y filólogos y la actual compuesta por comisarios lingüísticos. La que existe, ni más ni menos, entre el verdadero amor a la cultura y su utilización bastarda al servicio del compromiso político. Xesc Forteza, como Francesc de Borja Moll, fueron los últimos eslabones de una tradición -ligada a un cierto regionalismo cultural mallorquín- que se rompió con la llegada de los nuevos tecnócratas de la cultura, los nuevos gestores culturales que, con el aval de su parentesco, no dudaron en deformar su memoria para ponerlas al servicio del catalanismo y progresismo políticos, cada vez más excluyentes y radicales. Cuando uno escucha emocionado alguna rondaia mallorquina interpretada por el mismo Moll –grabadas en 1959 en los estudios de Radio Popular–, o lee “El rei Pepet” de Revulgo, uno no puede dejar de sentir esta profunda nostalgia de los paraísos perdidos. Y tristeza al comprobar como los que, en estos últimos cuarenta años, se han presentado como los abanderados de la cultura y la lengua –este partido de la cultura al que todos los demás le han rendido pleitesía– han podido alejarlas tanto del pueblo, suplantándolas por constructos artificiosos sin alma, arruinando un legado –para empezar el precioso mallorquín de Moll y Capellà– que nunca debimos perder y que ya será muy difícil rescatar.