martes, 19 de noviembre de 2013

De lengua a patois, por Joan Font Rosselló

Hace cuarenta años, para ganar la batalla lingüística a los partidarios de un modelo de lengua autóctona más cercana al pueblo –lo que en definitiva pretende la Fundació Jaume III–, el lingüista Francesc de Borja Moll se vio obligado a blandir el significado más moderno de “dialecto: un dialecto (se refería al mallorquín) era una variante territorial de la lengua catalana. Moll y cía nos venían a decir que apenas había diferencias entre lengua y dialecto: la lengua no era más que un dialecto con apoyo institucional, con gramáticas, con diccionarios normativos, igual que un estado es una nación con ejército. El mantra de aquellos años era el siguiente: el mallorquín es lo mismo que el catalán, pero llamémosle catalán y empecemos a escribir en la modalidad estándar. La unidad de la lengua ya tenía visos de convertirse en uniformidad, algo que nunca hubiera aprobado su mentor, Antonio Mª Alcover, que sí admitía la unidad pero que alertaba contra los excesos centralizadores de uniformizar y unificar la lengua. Moll jugaba al equívoco.
Muchos no se dejaron embaucar, otros en cambio sí, entre estos últimos los que entendieron la “normalización” como un apoyo institucional al mallorquín que se nos había transmitido generación tras generación. Creían que era un legado que valía la pena conservar y tenían en las rondallas mallorquinas editadas por Moll a finales de los años setenta la mejor prueba de ello. Este, y no otro, era el tesoro lingüístico que debíamos conservar, algo que, como sabemos, no ha sido así.
Visto en perspectiva, la doblez sinuosa de Moll fue una forma para metérnosla doblada con vaselina. Cuarenta años después, certificamos que el mallorquín ha perdido la dignidad de antaño. Ahora son legión los que creen que el mallorquín está condenado a extinguirse y que no vale la pena oponer resistencia al estándar. Hay que hacer sacrificios porque, en definitiva, el mallorquín sólo tiene medio millón de hablantes potenciales frente a los “diez millones de catalanohablantes”. Es ley de vida, dicen. Otros, más racionalistas, nos objetan que la normalización de la lengua tiene un precio: conseguir que los nuevos mallorquines (no catalanohablantes) hablen catalán y que los que sí la hemos aprendido en casa la hablemos mejor (al parecer, antes éramos unos bárbaros), sólo puede conseguirse al precio de hablar un estándar horrible, ortopédico, postizo, una ensalada indigesta de catalán y mallorquín.
El mallorquín como denominación ha seguido la misma degradación. Hace cuarenta años, nadie se planteaba que hablara otra cosa que no fuera mallorquín –que no se enseñaba en la escuela, pero se hablaba en el patio, lo contrario que ahora–, lo extraño era que alguien lo llamara “catalán”. Actualmente cuando alguien habla de “mallorquín”, a algunos se les revuelven las vísceras antes de escupirte y llamarte “ignorante” e “inculto”. Treinta años de propaganda tenaz y sistemática han
conseguido despojar al mallorquín de su antigua dignidad de lengua y lo han convertido en un patois, en un dialecto en su sentido más peyorativo, una forma de hablar de andar por casa, algo vulgar, payés, sin dignidad para ser elevado a los registros formales, serios y cultos.
En efecto, lo que más me está sorprendiendo en estos días es la poca entidad filológica que muchos mallorquines le confieren al mallorquín, su poco nivel de autoestima. Es “como tratar de elevar a estándar el andaluz”, me ha espetado alguno; otros comparan el mallorquín, en su afán de ridiculizarlo, con el “pollencí”, el “salinero” o el “manacorí”, el típico argumento de reducción al absurdo empleado hasta la saciedad por los catalanistas, como si estas formas de hablar tuvieran el mismo peso histórico y filológico. Este clima de opinión denota que, si no hacemos algo en términos de sensibilización, estamos a un paso previo de su extinción. Por eso, la primera tarea de la Fundació Jaume III (www.jaumetercer.com) ha sido tratar de dignificar la denominación y la categoría filológica de la lengua mallorquina, rescatando hechos cantantes y sonantes que, o nunca nos contaron, o se nos habían olvidado. Hemos olvidado que nuestra lengua secular ha tenido gramáticas, diccionarios y manuales de aprendizaje de la lengua, incluso alguno tardío como el que, en 1931, como anexo al Diccionario Català-Valencià-Balear, Moll publicaba como “ortografía mallorquina” donde se admitía el artículo salado, la forma plena de los pronombres (voltros, noltros, me, te, vos, mos) y un largo etcétera que hoy están fuera de la normativa fabriana que él, como nadie antes, contribuyó a introducir en Baleares. Hemos olvidado que el mallorquín sí tuvo una tradición literaria, las de Tomás Aguiló padre e hijo, Alcántara Penya, Gabriel Maura o Manuela de los Herreros. Hemos olvidado que en 1926 la misma RAE reservó una silla, ocupada por Llorenç Riber, en representación del balear-mallorquín. Hemos olvidado que, hasta hace cincuenta años, la RAE otorgaba al mallorquín estatus de lengua diferenciada. Algunos han olvidado que, desde el siglo XVI hasta hace treinta años, como decía, nadie aquí se planteaba hablar otra cosa que el mallorquín. No sé si “el pollencí“ o el “salinero”, inventos del catalanismo para desacreditar y negar la realidad indiscutible del mallorquín, pueden aportar las mismas cartas de nobleza.
La distinción de lengua y dialecto es siempre vidriosa. El dialecto toscano se convierte en la base del italiano y lengua nacional gracias a su peso cultural y al apoyo político. Lo mismo pasa con el alto alemán. El barcelonés se convierte en la base del catalán (literario) por motivos demográficos, económicos y políticos, no filológicos. Los normativizadores del IEC hubieran podido elegir el mallorquín como base ya que se había conservado mucho mejor. La política tiene mucho que decir en todo ello. El nombre de la lengua suele seguir la regla general de tomar la denominación de sus hablantes, y éstos de la entidad política a la que pertenecen. Mallorca era catalogado como reino hasta hace relativamente poco y esto confiere al término “mallorquín” (como gentilicio, como lengua) una dignidad indudable.
No hubo ninguna razón filológica detrás de la elección del catalán central –barcelonés- como base de la lengua literaria y estándar. Y no hay motivo alguno que justifique su centralismo uniformizador, una actitud que en su día provocó las invectivas de Mossèn Alcover, condenando el centralismo de Barcelona como sublevador, sin pies ni cabeza y absurdo “ab llur bàrbara teoria de que el català de Barcelona ès el català normal, literari, i que el català de totes les altres regions ès dialecte brossenc, inadmisible, tirador” (Bolletí X, pp. 178-179).
Alcover sabía perfectamente de qué estaba hablando.