José Varela Ortega
JOSÉ VARELA ORTEGA es doctor en Filosofía por la Universidad de Oxford y en Historia Contemporánea por la Universidad Complutense de Madrid, es Presidente de la Fundación José Ortega y Gasset - Gregorio Marañón y Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Rey Juan Carlos y en el Instituto Universitario Ortega y Gasset.
El nacionalismo secesionista de Esquerra y CIU —por este orden, en la medida que la criadita gobierna la casa que preside la señora- ha formulado una declaración unilateral de soberanía, con el propósito de presentarla a trámite en la mesa del Parlamento de Cataluña, para su posterior debate -y probable aprobación, a tenor de las fuerzas políticas que componen dicha asamblea. No es una mera declaración del llamado “derecho a decidir”, una redundancia política, en la medida que los ciudadanos de Cataluña vienen decidiendo, elección tras elección desde hace más de treinta años. Pero, una patochada interesante porque permite cierta ambigüedad funcional que da un margen suficiente como para negociar una salida constitucionalmente viable.
Por el contrario, lo que se pretende tramitar, debatir y aprobar, no tiene salida. Y no la tiene porque la proclamación de un nuevo sujeto de soberanía rompe, unilateralmente, con el ordenamiento constitucional vigente y, aún mucho más, con el principio constituyente, en virtud del cual la soberanía reside en el conjunto de los ciudadanos españoles, que no en una parte. Podrá considerarse legítimo, desde determinados presupuestos nacionalistas, pero su ilegalidad no ofrece margen para la discusión. No entraré en la apelación al principio wilsoniano de autodeterminación por pudor histórico y respeto a los propios ciudadanos de Cataluña, presentes. Y pasados: malamente, puede considerarse un país sometido o colonizado a una región protagonista del conjunto de España, al punto de dictar durante siglos la política económica del Estado, imponiendo aranceles (léase, impuestos) al resto de los ciudadanos para blindar sus productos ante la competencia extranjera. Corramos también un estúpido velo sobre la declaración de constituirse en un Estado de la Unión Europea, a lo que, en todo caso -y de consumarse la secesión- consistiría en colocarse a la cola con Turquía en su solicitud de adhesión.
La cuestión aquí es la ilegalidad anunciada. Una ruptura unilateral que no respeta los procedimientos
de la legalidad vigente para revisar la Constitución. Una decisión en que la sentencia precede al juicio, que era como Gabriel Naudé —el bibliotecario del cardenal Mazarino- definía el golpe de Estado. Un ejemplo de la política de “acción directa” en donde la “parte” actúa como el todo, para formularlo en términos orteguianos. El procedimiento típico, con arreglo al cual demasiados españoles se acostumbraron, desde el año ocho, va ya para más de dos siglos, a dirimir sus diferencias, rompiendo con toda “tradición ordenada de poder y obediencia” —en palabras de un gran historiador catalán, Jaume Vicens Vives- para sustituir una cultura de legalidad por hábitos delictivos de rebelión y "cabecillismo", que dijo primero Costa y luego Maura, introduciéndonos en una economía de la violencia que nos relegó a ese paisaje social de toreros, bandoleros, contrabandistas, guerrilleros, militares rebeldes y demás matarifes.
Con la Transición, caminando “de la ley a la ley”, en lugar de saltar sobre ella, creíamos habernos librado de ese maleficio. Sin embargo, parece que el señor Mas ha querido sentar plaza en esta nómina de la “españolada” política e intenta devolvernos a un tortuoso sendero de ruptura e ilegalidad mediante un golpe de Estado. Lo mismo que el Tte. Coronel Tejero o el General Milans el 23 de febrero de 1981. ¿Que en este órdago no hay tanques? Tampoco los hubo con el Capitán General de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, en setiembre de 1923: no salió un soldado a la calle. El golpe se dio por telegrama. El rey Alfonso XIII aceptó el hecho consumado del Directorio militar y lo refrendó violando la Constitución, al dejar pasar los seis meses preceptivos sin convocar Cortes. Que nadie se engañe. Primo de Rivera tenía mucha opinión tras su telegrama, sobre todo en Cataluña. Me van a tener que explicar, más despacio y por su orden, pues, porqué el telegrama de un nacionalista español fue cosa tan mala como yo pienso, pero, en cambio, la resolución de un nacionalista catalán está adornada de grandes virtudes. Lo cierto, es que ambas se parecen como dos gotas de agua, porque ambas son rupturas ilegales e inconstitucionales. Y ambas meten al país en un mar de sargazos, ignoto, proceloso y lleno de riesgos: una vez roto el principio de legalidad, todo vale y lo imposible se convierte en probable.
Fuera de la ley, no hay democracia, como descubrieron los antiguos desde el Protágoras. La ley era “el complemento indispensable” de la isègoria y la eleutheria -el derecho a la palabra y la libertad que caracterizaban al régimen ateniense- y, en la medida que era su garantía, “la libertad presuponía el estado de derecho” (Romilly). Desde entonces, “la idea de la democracia no puede separarse de la de los derechos” (Touraine). Por eso, hay que Tomarse los derechos en serio , titulaba Dworkin un libro ya clásico. En Roma se le dio una vuelta de tuerca a la idea. Somos siervos de la ley ut liberi esse possumus, escribe Cicerón en su Pro Cluentio. De este modo, se convertía el derecho en el principio de organización política, identificando Libertas con ley, y justicia con derecho positivo, que no a la inversa. El origen de la democracia, pues, es un acuerdo de reglas, iguales para todos los ciudadanos. Un pacto en derecho, en el cual, a mayor participación popular, mayor “imperio de la ley”. El título elegido por el historiador americano, Martin Ostwald, para su trabajo resume la idea: De la soberanía popular a la soberanía de la ley. Un gobierno de leyes, que no de hombres —pedía Madison en El Federalista- porque, explicaba Rousseau, la libertad siempre sigue la misma suerte que las leyes, reina y perece con ellas. Afirmaciones que, sin duda, reverberan casi literalmente reflexiones de los clásicos. Tito Livio, al principio del libro segundo, define el nuevo régimen de libertad, tras la caída de los reyes, por el hecho de que el imperium, el poder, descansa en las leyes, que no en los hombres.
A los efectos, convendría que no confundiéramos, como hicieron nuestros abuelos en 1923, tranquilidad aparente con irrelevancia. El golpe de Estado que nos anuncian en este enero de 2013 podrá revestirse de suavidad en las formas, pero apenas oculta un trasfondo de enorme trascendencia y gravedad. Una aventura cuyo riesgo no se le escapó a don Antonio Maura en un trance parecido, hace ahora noventa años. Cuando el general dio al traste con la Constitución de 1876 en un repiqueteo de morse —que no de un sablazo- y acudió a ver al famoso político mallorquín para pedirle su colaboración, éste le despachó con displicencia, convencido que, con el golpe, se abría “un futuro tenebroso” para el país. “Este hombre está loco —le confesó a su hijo Miguel, futuro ministro de Gobernación de la República- esto es el fin de la Monarquía, vendrá una república, después un gran cataclismo y, luego, los militares otra vez”.
Sin embargo, Alfonso XIII aceptó el telegrama con aire de normalidad y al nuevo Directorio casi con complacencia. Ocho años más tarde estaba en el exilio. Su nieto, el rey don Juan Carlos, no debe recibir ni aceptar un documento que cuestiona su propia legitimidad, en cuanto representante de la soberanía nacional, expresión del conjunto de los ciudadanos españoles, y que, como tal, no es “patrimonio de ninguna familia ni persona”, según se escribía en Cádiz hace dos siglos.
El Imparcial