Sobre el amor a la lengua, por Joan Font Rosselló
AMAR el catalán. Esta es la cuestión.
«Globos de amor al catalán en Santanyí»,
titula el Diario de Mallorca. «El pueblo de
Santanyí también demostrará que ama la
lengua catalana (...). La intención es organizar
una pequeña jornada de amor y fiesta
por la lengua catalana», concluye la noticia.
Nos hemos acostumbrado a estas
efusiones amorosas, incluso el PP reivindica
que también ama la lengua «a su manera
», como Sinatra. Este lenguaje acaramelado,
propio de la época romántica, nos
hace ciertamente únicos en el mundo entero.
Nuestro hecho diferencial no es tanto
el catalán sino amarlo con tanto fervor.
Estas licencias amorosas, hasta cierto punto
normales en poetas, literatos, filólogos
y todos aquellos que cultivan con esmero
un idioma, se extienden a nuestros políticos
y a muchos ciudadanos. Somos un caso
único. ¿Alguien ha visto tales efusiones
con el inglés, el francés, el español o el italiano?
Lo que aquí es moneda corriente es,
como lo son todos los lugares comunes,
fruto de nuestra ausencia de pensamiento.
No pensamos y nos conformamos repitiendo
estupideces que finalmente terminan
configurando la realidad.
Basta recordar la famosa polémica entre
Hannah Arendt y el sionista Gerhard
Sholem cuando éste le recriminó que no
amaba a los judíos. La filósofa judía no pudo
ser más demoledora en su respuesta.
«Tiene usted toda la razón cuando afirma
que no siento un amor semejante, y ello
por dos razones. Primera, porque nunca
en mi vida he amado a pueblo o colectivo
alguno, ni al alemán, ni al francés, ni al
norteamericano, ni tampoco a la clase
obrera o cualquier cosa de este tipo. En
realidad, sólo amo a mis amigos y me
siento completamente incapaz de cualquier
otra clase de amor. En segundo lugar,
tal amor a los judíos me resultaría sospechoso,
puesto que yo misma soy judía.
No me amo ni a mí misma ni nada de lo
que sé que, de algún modo, pertenece a mi
propia sustancia». Saltaba el escándalo:
Arendt sólo amaba a sus amigos, separando
la esfera privada de la pública. Y consideraba
«sospechoso», una obscenidad en
definitiva, publicitar a todas horas el amor
hacia algo que a uno le es tan propio como
su propio cuerpo, como hacían los sionistas.
Decir que amamos el catalán o que
amamos Mallorca es sencillamente ridículo
porque, al formar parte de nuestro ser
más intrínseco, sería como decir que amamos
a nuestro estómago o nuestros brazos.
Una estupidez tautológica que a menudo
expresa una afectación que oculta
no sé sabe qué aunque tal vez la historia
de UM podría darnos alguna pista al respecto.
Incluso algunos, los nacionalistas,
han ido más lejos ya que no sólo aman como
nadie el catalán sino que encima, ahí
están Antoni Pastor o Jaume Font, nos dicen
«cómo amarlo». Esta invasión de los
sentimientos en la vida pública no sólo resulta
ridículo y repulsivo en términos morales,
sino que además, como sabía
Arendt, es el principio del fin de la propia
comunidad política de ciudadanos libres e
iguales. Para que nos entendamos, a ningún
payés de la Part Forana se le pasó por
la cabeza en su vida decir que «amaba el
mallorquín», sólo después de su eventual
ingreso en la tribu nacionalista ha hecho
suyo tamaño sentimentalismo.
Este solapamiento entre lo público y lo
privado, tan propio del nacionalismo tribal
que percibió en el pangermanismo y en el
paneslavismo, no dejaba de asombrar a
Hannah Arendt, ya que «identificaba la
nacionalidad con el alma de cada uno».
Las cualidades internas del alma de cada
nacionalista no eran sino la encarnación
de las cualidades generales de la nación
sin Estado, inexistente, irredenta. La exaltación
del alma no era sino el correlato de
la ausencia de instituciones políticas, de
cultura, de tradiciones visibles y demostrables.
A falta de razones y realidades tangibles,
se buceaba en el intimismo. De ahí la
arrogancia de los nacionalistas (nadie como
ellos han tachado tanto de «ignorantes
» a sus adversarios) que se nutre de la
convicción de que son moralmente superiores.
El nacionalismo es un terreno fértil
para los sentimientos. Lo primero que percibe
el nacionalista de nuevo cuño no es
tanto la conciencia de su condición de víctima
sino de formar parte de un grupo de
elegidos con una misión muy concreta,
vinculando así la suerte de su vida interior
a la nación a redimir. Cualquiera que haya
ingresado en la iglesia catalanista se habrá
dado cuenta de la importancia que ha tenido
la Nova Cançó, la música, la experiencia
dionosíaca por antonomasia. A falta
de intelectuales de prestigio, el catalanismo
tiene cantautores. Nunca se
destacará lo bastante la trascendencia que
ha tenido la canción en catalán en el despegue
del movimiento nacional. Los multitudinarios
conciertos de Lluís Llach son
lo más parecido a una misa laica, en la que
todos participan de forma gregaria y se
sienten parte del mismo cuerpo místico.
Una experiencia de este tipo marcará para
siempre las conciencias de los corazones
de los más jóvenes, tan inflamables
como vacías son sus cabecitas. Cuando,
después del obligado sermón a los asistentes,
el lacrimógeno Lluís Llach se decide
por fin a entonar una canción de amor, la
mayor parte del público cree que el objeto
de amor es, metafóricamente, la patria, al
tiempo que, mientras derraman las primeras
lágrimas, siente formar parte de una
hermandad de elegidos que «sienten» con
mayor autenticidad, ¡faltaría más!, que la
gente corriente.
EL MUNDO