Se acabaron los paños calientes por conveniencia política. Se acabó el respeto reverencial a según qué axiomas nunca sometidos a revisión. Cristóbal Montoro ha debido de pensar que, con la Ley de Estabilidad Presupuestaria en la mano, lista para ser inmediatamente aplicada, había llegado el momento de hablar en crudo y desmontar un puñado de lugares comunes que han acabado por convertirse en dogmas. Por ejemplo, el de que a mayor autonomía, mayor eficacia. O el de que, si se independizaran de España, los problemas financieros de algunas comunidades autónomas estarían resueltos. Y en ese fregado se metió ayer -y con gusto, además- el ministro de Hacienda.
La verdad es que con los votos de su partido tenía de sobra para rechazar en el Congreso las enmiendas a la totalidad de los Presupuestos, cosa que sucedió por la mañana, y para sacar intacta en el Senado la Ley de Estabilidad, cosa que sucedió por la tarde. Así que no tenía la menor necesidad de arremangarse y meterse en el campo de la doctrina. Pero lo hizo y, por el modo en que hablaba, se vio que desde hace mucho tiempo tenía ganas de entrar a ese trapo.
En el doblete de intervenciones que se marcó -porque intervino con energía en cada una de las Cámaras- llegó el ministro a ponerse castizo ante los defensores de las identidades zaheridas por las exigencias presupuestarias. «Levanten la mirada… No es el momento del ‘qué hay de lo mío’», les espetó.
Anécdotas al margen, lo que se está viendo estos días es un cambio profundo, y a mucho mejor, en la consideración pública que la Administración central hace de las comunidades autónomas y en la reacción a ese cambio de buena parte de sus responsables.
El Gobierno ha impuesto unas líneas básicas para las medidas de ajuste y recorte, es verdad. Pero se ha quedado ahí. Ahora son los gobiernos autonómicos -exceptuemos a Cataluña, que lo lleva haciendo más de un año- los que deben hacerse cargo de su plena responsabilidad. Es decir, los que tienen que decidir por sí mismos por dónde cortan y hasta dónde cortan. Y, de pronto, se han encontrado de bruces con que ahora son también ellos y no únicamente «Madrid», como ha sido siempre hasta hoy, quienes tienen que tomar decisiones desagradables: exactamente aquellas que están dentro de sus competencias, que son muchas y muy amplias. Que son ellos quienes deben optar y decidir a qué renuncian, a quiénes irritan, cómo lo explican y cuánto les cuesta en apoyos y en protestas cada una de sus decisiones.
Es la primera vez que los gobiernos de las comunidades se ven en la tesitura de tener que pagar un alto precio político por gobernar. Señalarán con el dedo al Gobierno por forzarles a los recortes, sí, pero suya será la responsabilidad de decir dónde meter la tijera. Con eso, han abandonado de golpe una adolescencia política que ha durado 30 años. Es que cargar con la responsabilidad de dar disgustos madura mucho. Ya somos mayores.