martes, 26 de mayo de 2009

Los adversarios de España en el siglo XVI (II) Los turcos, por Pío Moa

El legendario Barbarroja


Al alborear el siglo XVI, el Imperio turco comprendía casi toda Anatolia, gran parte de la costa norte del Mar Negro y los Balcanes con la mayor parte de su costa sobre el Adriático, separada de Italia, en el sur, por solo 80 kilómetros de mar. Había borrado del mapa al Imperio bizantino, al último reino cristiano de oriente, el de Trebisonda, y a otros numerosos poderes cristianos en plena Europa. La capital turca se instaló en Constantinopla, cuyo centro político-administrativo se llamó "La Sublime Puerta".

Hasta 1512 gobernó el sultán Bayaceto II, que oprimió en extremo al campesinado, pero mantuvo una política exterior poco agresiva. Le derrocó su hijo Selim I, el cual mató a sus siete hermanos y a numerosos sobrinos para evitarse rivales. Selim, lleno de celo sunní, derrotó al Imperio chií persa, sin eliminar del todo su peligro, que resurgiría. Luego se volvió contra los mamelucos de Egipto, que pidieron en vano ayuda a los españoles de Nápoles, y los aplastó enseguida, en 1517, adueñándose también de Siria, Palestina y la costa arábiga hasta La Meca. El islamismo turco tomó un fuerte carácter fundamentalista. Por el oeste, su poderoso brazo alcanzó a la costa de Argelia, muy próxima a la Península ibérica. Poeta, Selim decía en uno de sus versos: "Si en una alfombra pueden acomodarse dos sufíes, el mundo entero no es lo bastante grande para dos reyes". Pero falleció pronto, en 1520, cuando preparaba el asalto a la isla de Rodas.

Le sucedió Solimán, llamado el Magnífico en occidente y el Legislador por los turcos. Fue a hombre culto, mecenas de las artes, creador de un sistema legal que perduraría siglos, y un destacado poeta. Aspiraba a imitar a Alejandro Magno y dominar el mundo al este y al oeste, llevar sus caballos a comer en las aras vaticanas y recobrar Al Ándalus. En 1521 atacó Belgrado, plaza fuerte del floreciente reino húngaro. Belgrado había resistido acometidas turcas anteriores y cerraba el camino hacia Transilvania y las llanuras de Hungría. La caída de la ciudad Solimán conmocionó a Europa. Ante la Dieta de Worms, que excomulgó a Lutero ese mismo año (que también lo fue de las revueltas comuneras en España) clamaba un enviado húngaro: "¿Quiénes pararon a los turcos en su avance devastador? Nosotros, los húngaros. ¿Quiénes prefirieron enfrentarse a su arrolladora fuerza y crueldad antes que permitirles invadir tierras de otros? Nosotros, los húngaros. Pero el reino está ya tan debilitado y los habitantes han sufrido tanto, que si de occidente no llegan refuerzos, no podremos resistir ya mucho". De momento se salvaron porque Solimán dirigió su atención a Rodas, isla pegada a Anatolia y base de la Orden de San Juan, que desde allí hostigaba a los otomanos. Movilizando un enorme ejército y armada, los turcos la conquistaron en 1522, tras cinco meses de lucha enconadísima. Los caballeros de San Juan trasladaron entonces su base a Malta.

Cuatro años después, Solimán reemprendió la ofensiva hacia el centro de Europa con unos 50.000 hombres. El ejército húngaro, aproximadamente la mitad de grande (incluía cierto número de españoles), le salió al paso en Mohacs y fue totalmente destrozado muriendo en la acción al menos 14.000 húngaros, entre ellos el rey Luis II, y ejecutados varios miles más que habían caído presos, entre ellos la flor y nata de la nobleza húngara. La aplastante derrota se debió en parte a la traición del gobernador de Transilvania, Juan Zapolya, que retrasó su llegada y recibiría del propio Solimán la corona como rey de Hungría, en calidad de tributario. Una pequeña parte del país pasó al Sacro Imperio, y Transilvania quedó sometida a vasallaje. El principal elemento de la victoria turca fue su artillería y mosquetes, que aniquilaron a sus adversarios. En 1529 Solimán volvió con un ejército de 100.000 hombres, y llegó hasta Viena. Defendida por unos 20.000, la ciudad se salvó in extremis por una resistencia encarnizada en la que se distinguió un contingente de los eficaces arcabuceros españoles.

El centro del continente no fue la única línea expansiva de Solimán hacia Europa. Más directamente peligrosa para España, fue la del Mediterráneo, donde la flota turca se hizo hegemónica e infligió serios reveses a los cristianos desde sus bases de Argel y Túnez, bajo la dirección de los corsarios hermanos Aruch y Jairedín Barbarroja; el último, hecho almirante de la flota turca, fue quizá el marino más destacado de su tiempo y el hombre más audaz y temido del Mediterráneo. Tenía el designio de volver a invadir España como en tiempos de los visigodos. Así, el poder turco atenazaba a Europa por el centro y el sur del continente. Turcos y españoles pugnaron sin tregua por dominar plazas fuertes en la costa magrebí, base para una eventual invasión de España por los primeros. Los españoles lograron ocupar plazas importantes y someter a vasallaje a Túnez, donde construyeron la imponente fortaleza de La Goleta; y también cosecharon algún terrible desastre como el de Argel en 1541. La peligrosidad de la armada turca, sumada a la permanente piratería berberisca, aumentó mucho más por la alianza de Francia con los otomanos contra España.

Aunque provenientes de las estepas del Asia central, como los hunos o los mongoles, los turcos otomanos crearían un imperio incomparablemente más consistente y duradero (se mantendría hasta el siglo XX); y no bárbaro, sino civilizado, con una destacada cultura literaria y en parte científica, heredada de árabes y persas. Era el imperio más poblado del mundo después del chino, con inmensos recursos y eficientemente organizado y administrado. Una fuente nada desdeñable de sus ingresos provenía de una sistemática caza y tráfico de cautivos y esclavos cristianos, de los que quizá llegó a tener un millón. Estado muy centralizado, toda la riqueza pertenecía, en principio, al sultán, con cierta similitud con el sistema de Moscovia. Del sultán dependía el nombramiento de los cargos de pachá (gobernador) y otros, evitando depender de las tribus o de los señores territoriales.

Los sultanes crearon un ejército profesionalizado, cuya base eran los jenízaros, reclutados entre niños arrebatados a sus familias cristianas, islamizados y entrenados desde pequeños en una estricta disciplina y manejo de todas las armas de la época. Consagrados por vida la milicia, se les prohibía tener relaciones sexuales con mujeres, y su número oscilaba entre cien y doscientos mil, una masa que ningún estado cristiano podía mantener permanentemente, y disponía de una artillería justamente famosa. A ello se añadía una marina que dominaba desde el Golfo pérsico hasta el Mediterráneo oriental, y pronto se haría hegemónica en el occidental, en combinación con los magrebíes o berberiscos. Por todo ello, la Sublime Puerta constituía la verdadera superpotencia de la época desde el occidente europeo hasta India y China. En Europa solo el Sacro Imperio podía competir en riqueza con él, pero estaba lastrado por su escasa centralización y por las guerras y conflictos internos, sobre todo a partir de las predicaciones de Lutero (la amenaza turca, al distraer fuerzas y atención del Imperio, facilitó grandemente el asentamiento protestante). España empezaba a recibir considerables recursos de América, pero al lado del coloso otomano seguía teniendo poco peso material, no digamos demográfico, pues la población de este podía ser cinco o más veces superior a la española. No obstante, España se convertiría en la punta de lanza de la cristiandad contra Constantinopla (el nombre Estambul no se adoptaría oficialmente hasta el siglo XX).

Pío Moa en Libertad Digital